LAS PERSONAS QUE CAMBIAN NUESTRAS VIDAS
🕉️ Abel, el maestro que encendió la llama
Hace muchos años, cuando aún era un adolescente lleno de curiosidad y desconcierto, un amigo me convenció para asistir a una clase de yoga.
Recuerdo el silencio del aula, el aroma a incienso, las miradas cómplices de los profesores.
El último ejercicio fue una meditación.
Yo, que jamás había cerrado los ojos de ese modo, permanecí inmóvil en la postura del loto mientras todos mis compañeros se levantaban.
De pronto, el espacio desapareció: no había sala, ni voces, ni cuerpo.
Solo una quietud profunda, un vacío lleno de presencia.
Al regresar, uno de los profesores —espontáneo, sonriente— me dijo que en otra vida había sido yogui.
Aquel comentario, lejos de halagarme, me dio miedo.
En aquellos tiempos, las palabras secta o espiritualidad generaban recelo… así que no volví.
La vida, sin embargo, tiene sus propias maneras de llamarnos.
Y, tarde o temprano, siempre regresa a recordarnos el camino que dejamos a medias.
Pasaron los años.
Mi trabajo en el consultorio se volvió exigente, y mi cuerpo empezó a cobrarme el precio.
El dolor en las cervicales se convirtió en compañero nocturno.
Dormía mal, vivía tenso.
Fue entonces cuando decidí volver al yoga.
Y allí estaba él: Abel Nortes.
Con su voz serena y su presencia firme, me ayudó a reencontrarme con mi cuerpo.
Con cada clase, el dolor se fue apagando, y algo dentro de mí —silencioso y antiguo— comenzó a despertarse.
Un día me miró y me dijo:
—Tienes una facilidad natural para las asanas. No te veo solo como alumno… te veo como profesor.
Sus palabras encendieron una chispa que aún hoy me acompaña.
Me inscribí en su formación para formadores, y poco a poco, mi destino cambió de rumbo.
De la mano de Abel, empecé a dar mis primeras clases, y con el tiempo, terminé dirigiendo varios de sus grupos en Sabadell.
Era, sin duda, el comienzo de una nueva vida.
Pero el maestro, el amigo, el hombre que me había abierto un camino, comenzaba a marchitarse.
Su voz se volvía más suave, su presencia más tenue.
Sus ausencias se hicieron frecuentes, y supe —aunque él nunca lo dijo— que su cuerpo libraba otra batalla.
Abel padecía leucemia, y la enfrentaba con una dignidad silenciosa.
Nunca se quejó, nunca buscó compasión.
Seguía enseñando con la discreción de los sabios, con la fuerza tranquila de quien conoce el valor del instante.
Pasó un tiempo hasta que una exalumna suya, al final de una de mis clases en Cerdanyola, se me acercó con una mirada triste.
Su voz fue un hilo que rompió el silencio:
—Joan… Abel ha fallecido.
Durante unos segundos, el mundo se detuvo.
En aquel instante comprendí que su verdadera enseñanza no había sido el yoga, ni las posturas, ni la técnica.
Su enseñanza era él mismo.
Su forma de estar, de mirar, de transmitir sin imponer.
Abel dejó una huella imborrable en mí.
Me enseñó a desconfiar de las escuelas que venden espiritualidad a cambio de dinero.
A creer que las lecciones más profundas pueden venir de un solo maestro verdadero.
Me enseñó a trabajar con independencia, a seguir mi intuición, a escuchar a mis alumnos como fuentes vivas de sabiduría.
A enfrentar la adversidad con la serenidad de quien acepta y la fuerza de quien no se rinde.
Y, sobre todo, me enseñó a creer en mí.
Hoy, cada vez que entro en una sala y coloco una esterilla,
cada vez que veo un cuerpo respirar,
cada vez que una mente se aquieta,
sé que hay algo de él en cada movimiento,
en cada palabra,
en cada silencio.
Abel, mi maestro.
Tu luz sigue guiando mis pasos.
🕯️ Namasté.
Lo meu es gros.hara jubilada puc llegir el curs de relaxacio fet per l.Abel y m.agrada la claretat i sencillesa he mirat a internet sobre Abel? I ja no es aqui pero si les seves pitxades.un peto Abel on siguis
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