
Montse: el alma que aprendió a ser valiente
Hace más de quince años, Montse se cruzó en mi camino. No tardó en convertirse en algo más que una paciente o una alumna: fue, sin buscarlo, una discípula.
Los terapeutas solemos acompañar, orientar, escuchar… pero no deberíamos tener discípulos. Un discípulo elige a su guía, y quien acepta ese papel debe poseer una sabiduría serena y una entrega sin fisuras. Yo nunca me consideré digno de tal responsabilidad, pero con Montse el vínculo trascendió los límites profesionales.
Me convertí en su apoyo incondicional. Acudía a mí en sus vaivenes emocionales, en sus crisis físicas o existenciales, y juntos navegábamos las aguas —a veces calmas, a veces turbulentas— de su mundo interior.
Hasta que un día, en un mensaje de WhatsApp, me escribió que le quedaba poco tiempo, que esa misma noche iba a morir.
Y así fue. Falleció en la unidad de cuidados intensivos de un hospital de Barcelona.
Recibir aquella noticia fue como un impacto directo al alma. No solo perdí a una paciente, sino a una amiga entrañable, de esas que dejan una huella imposible de borrar.
Durante los años compartidos, habíamos creado un lazo profundo, tejido con conversaciones sobre lo esencial: el sentido de la vida, el miedo, la conciencia, la luz.
Montse poseía una sensibilidad extrema, tal vez demasiado pura para un mundo que a veces resulta injusto y áspero. Su mente estaba vestida de coherencia y una lucidez poco común.
Tenía miedo a la muerte, y también miedo al propio miedo. Era fuerte y frágil al mismo tiempo, con claroscuros y contradicciones —como todos los seres verdaderamente vivos.
Recuerdo una de mis últimas visitas, poco antes de una operación delicada. Me recibió con serenidad y me confesó que se sentía en paz.
—Si algo se tuerce y no salgo de ésta —me dijo—, me iré tranquila. He sido amada y sé que los míos seguirán adelante, como debe ser.
Le respondí con humor, intentando aliviar la gravedad del momento:
—Si eso pasa, prométeme que te conectarás conmigo de vez en cuando.
Ella sonrió, consciente del riesgo real que afrontaba. Había aprendido a mirar de frente a sus miedos y a abrazar la valentía. Ocurriría lo que tuviera que ocurrir.
En sus últimos momentos, no sufrió. Partió sin ser plenamente consciente, en paz, como quien cierra los ojos después de haber comprendido.
A veces la imagino tras su partida, buscando respuestas, mirando a su alrededor con curiosidad antes de encontrar finalmente la luz.
Hoy quiero honrar su memoria. Fue un alma especial que tuve la suerte de acompañar y conocer. Todavía conservo su número en mi teléfono, casi esperando un nuevo mensaje suyo, como si en cualquier momento pudiera volver a solicitar una sesión.
La última vez que pasé por su calle miré hacia su casa; tuve la sensación real de que aún seguía allí, junto a su marido, habitando el mismo espacio invisible que guardan los recuerdos.
Montse, sigo recordándote. Te siento dentro de mi corazón: protegida, serena y feliz.
Te decía a menudo que tenías alma de tigresa, aunque insistieras en disfrazarte de niña temerosa. Siempre terminabas riéndote de mis locas ocurrencias, con esa risa que aún resuena en mí.
Sé que volveremos a encontrarnos, cuando el tiempo y la vida lo decidan. Continuaremos nuestras conversaciones infinitas con la misma calidez y complicidad.
He aprendido mucho de ti, y por eso te estaré eternamente agradecido.
Hasta más adelante, Montse.
Namaste.
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